martes, 26 de junio de 2012

(des)igualdad


Recibo con notable desconcierto la noticia de tener que escribir acerca de la igualdad. Difícil imaginar una cuestión menos delimitada, sobre la que además se hayan vertido ríos de tinta tan caudalosos, a la que haya algo verdaderamente novedoso y valioso que aportar. Sumado a todo ello el ancestral aburrimiento que me produce hablar sobre temas tan generales, antes de empezar a machacar el teclado decido ponerme (del verbo ponerse: drogarse, chutarse) una de mis películas favoritas, ‘12 hombres sin piedad’ (‘12 Angry Men’, Sidney Lumet, 1957), con la esperanza de que me sugiera suficientes ideas como para pergeñar un par de párrafos sobre lo que es para mí esa cosita de la igualdad. Ya puestos, recomendaría a todo aquel que no haya visto la película en cuestión que dejase de leer ahora mismo y se largase a remediarlo, pues se trata de una de esas obras de las que solemos decir que si todo el mundo las viera, o se exhibiesen en las escuelas, el mundo sería un lugar mejor, y porque el magistral debut de Lumet ilustra este concepto que vamos a tratar mucho mejor de lo que yo pueda llegar a hacerlo; pero como eso sería trampa, y tengo que ganarme el sueldo (guiño, guiño), seguiré escribiendo, y el que lee, que siga leyendo.



‘12 hombres sin piedad’ muestra las deliberaciones de un jurado que tiene que decidir si manda o no a la silla eléctrica a un chaval negro sospechoso de haber apuñalado a su padre. Pese a que todo parece apuntar a que así fue, y que los demás miembros del jurado están convencidos de la culpabilidad del acusado, uno de ellos se atreve a expresar sus dudas, para indignación de los demás que confiaban en despachar el asunto con la mayor brevedad posible. A partir de ahí, racismos, prejuicios y otros fantasmas que irán saliendo a la luz se irán diseccionando hasta demostrar que la certidumbre de los miembros del jurado no se debía tanto a la claridad del caso como a razones totalmente ajenas a él… Sobre el papel, todos tenemos claro a qué llamamos igualdad. Ahora bien, ¿se corresponde esto con la realidad? En absoluto.

Hasta aquí nada nuevo bajo el sol, no hay más que repasar la Declaración Universal de los Derechos Humanos, probablemente el documento más importante que se ha escrito jamás, para constatar su fracaso al darse cuenta de que todos y cada uno de sus artículos son transgredidos sistemáticamente cada día. La igualdad es un ideal al que aspiran todas las personas decentes de este planeta, pero la igualdad, sobretodo la económica -de la que se deducen todas las demás-, no existe, ni ha existido nunca, ni va a empezar a hacerlo a estas alturas de la película. Y esto es así, y cojan aire porque vienen unas subordinadas que ni las de Kafka, por la paradoja que supone que, si lo que tenemos en común, lo que nos iguala a hombres y mujeres, blancos, negros o asiáticos, niños, adultos o ancianos, españoles, checos o hawaianos, etc., etc., etc., es el momento, el hecho, del nacimiento –es decir, que, en contra de lo que sostiene el presi, la igualdad es algo intrínseco al hombre-, y lo que nos irá diferenciando y singularizando a cada uno son las circunstancias de toda índole en que tendrá lugar nuestra existencia y cómo las afrontemos, si todo esto es así, digo, en la práctica, de acuerdo con la manera en que está distribuido el mundo desde siempre, las cosas son completamente al revés: es la estirpe, la ascendencia, la casualidad de que te hayan engendrado estas dos personas y no otras, lo que determinará toda tu vida, fijará los límites que nunca podrás trascender, y todo lo que te ocurrirá estará condicionado por eso por encima de cualquier otro factor. Y que lo que más influya en el destino de seres presuntamente racionales, consciente y libres sea precisamente lo único sobre lo que no pueden decidir, el acto de nacer, y dónde, y cuándo, se erige en prueba incontestable de que aquello del progreso lo inventó alguna compañía publicitaria y es un timo, porque de todas nuestras prioridades como sociedad corregir esto siempre debería haber sido la primera y después de no sé cuantos años no nos hemos acercado lo más mínimo a lograrlo.

Y no será por no haberlo intentado, sino porque en impedir que esa utopía llegara a materializarse se han afanado, durante generaciones y generaciones, los que se benefician de la desigualdad, los que perderían si todos ganasen, desde el primer tipo que agarró un palo y se hizo con el poder a la fuerza hasta los últimos de sus descendientes, como el baboso, maquiavélico y cobarde canalla que nos gobierna, que como ha dejado por escrito no sólo no cree en la igualdad y sostiene que esta sólo conduce a la ruina sino que está convencido de que si a él nunca le ha faltado nada ni ha tenido que temer por su porvenir ha sido por méritos propios (claro, fue el espermatozoide más rápido de su promoción), y eso si no piensa también que su poder emana directamente de Dios. Tal empresa probablemente nunca ha resultado demasiado ardua, ya que lo peor de todo es que siempre han sido estos crápulas, cabrones, miserables, desde aquel primer homínido que maldita la hora en que se le ocurrió coger un palo y utilizarlo para doblegar a sus semejantes y lo jodió todo para siempre, aunque tampoco se le puede cargar todo el muerto porque si no lo hubiera hecho él lo habría hecho otro, quienes han gobernado el mundo, deshaciendo y haciendo a su antojo, jugando al maldito juego de tronos, dejándolo todo atado y bien atado para que nadie que no compartiera su dogma, ni por sus venas corriese sangre azul, pudiera llegar a hacer peligrar el inalterable y sagrado orden de las cosas.

Y mientras los poderosos, los más despreciables, cínicos, sanguinarios de toda la calaña humana llevan milenios asesinándonos, idiotizándonos, esclavizándonos, robándonos, vampirizándonos, humillándonos, partiéndose el culo a nuestra costa, hasta el extremo de que cualquier día los científicos descubrirán que todo esto ha quedado ya irremisiblemente gravado en nuestro código genético, la humanidad parece que no puede más y agacha la cerviz esperando el golpe de gracia, que nunca llegará porque nos necesitan para seguir enriqueciéndose hasta estar podridos de dinero y más, siempre más.

Hace algunos meses el pirado de Lars von Trier dijo que lo políticamente correcto estaba matando al mundo, y efectivamente este bien podría ser el mayor mal de nuestros tiempos. Porque en esta sociedad biempensante ya no es que se aspire a la desaparición de la desigualdad, es que oficialmente esta ya ha sido absolutamente erradicada, salvo en pequeños y extravagantes focos del planeta que, eso sí, merecen periódicamente los más señoriales reproches, aunque luego nadie haga nada por arreglarlos. Así pues, con los medios de comunicación, no se sabe si por ingenuidad o cómplices de los mandamases, esforzándose cada día en convencernos de que el sistema funciona mejor que un reloj atómico, no parece que nada vaya a cambiar próximamente, porque ¿qué hay que cambiar, si aparentemente todo está perfecto? Por mi parte, yo, que no soy virtuoso, ni un modelo social, ni moderado ni ninguna de esas polleces tan en boga entre toda esa izquierda llorica, moderna e inane que nada va a hacer porque sus integrantes dejarían que les exterminasen a ellos y a toda su familia sin mover un dedo con tal de seguir tirándose el rollo pacifista; que lo que soy es intransigente y maniqueo, tanto que todavía creo que el mundo se divide en buenos y malos, no tengo reparo en decir que esto no es, no ha sido nunca, otra cosa que una guerra, que si no está ya perdida falta muy poco; y que si la igualdad no existe, ni se la espera ya, tampoco es ninguna sorpresa, porque es imposible, no ya que sean iguales, sino que pertenezcan a la misma especie individuos como Rajoy y los de su ralea, y hombres como el que interpreta el gran Henry Fonda en '12 hombres sin piedad', gente íntegra y dispuesta a enfrentarse a todo y a todos con tal de defender lo que creen justo, y que consiguen devolverte la esperanza en que algo pueda cambiar, al menos hasta la próxima vez que veas el telediario, oigas un comentario por la calle o leas una noticia.


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