Frederic Morris
clavaba su mirada cansada en aquellos niños, exhalando sus característicos
suspiros desde la silla de caoba. La gran silla, siempre bajo aquel olmo,
siempre dispuesta en la misma dirección.
Meses atrás el
pueblo había consensuado establecer turnos de vigilancia en los prados donde
los niños jugaban, para, palabras textuales: “evitar nuevos incidentes y
desgracias.” Nadie se atrevió a mencionar lo ocurrido el pasado verano, ni
aquel día, ni nunca más. El tema se había convertido en una espesa tela de
araña, presente e invisible a la vez en las vidas de todos los habitantes.
Nadie vaciló al señalar al
Señor Morris como primer vigilante, y él tampoco puso reparo alguno al aceptar
el cargo. El buenazo de Frederic, la bondad personificada, el hombre con
demasiado tiempo libre.
Sonreía al pensar, socarrón, en aquella paradoja; él odiaba a los niños.
Sonreía al pensar, socarrón, en aquella paradoja; él odiaba a los niños.
Entonaba una canción
tradicional con un hilo de voz casi imperceptible, mientras movía nervioso los
pies. El resto de su cuerpo permanecía inmutable, congelado, mientras sus
labios delataban que algo estaba surgiendo en sus entrañas.
Observaba la energía, casi
tangible, de los muchachos. El calor y las horas pegados a su ropa, la ilusión
de que nada importa, el verano en sus pupilas… Él había crecido, había tenido
que crecer. Su vida se había deformado, arrastrada por las agujas de un reloj
demasiado pesado, hasta convertirse en un horrible engendro. Quería detenerse,
luchar contra esa esencia informe y perversa, pero el mundo siguió entrando por
sus ojos, sus oídos, sus poros. Y nadie le había ayudado.
Era un víctima del tiempo,
una de tantas…
Se levantó, por primera
vez en demasiadas horas, de la silla de caoba. Notaba su cuerpo entumecido, sus
extremidades demasiado pesadas. Le ardían los ojos.
Se acercó con paso lento a
Colin. Aquel pequeñín siempre le había llamado la atención. Jamás se peleaba
con nadie, solo corría, saltaba, como si de algún modo pudiera alcanzar algo
así. Algo que solo él podía ver.
Agarró su camisa beige y
le obligó a girarse. Colin miró extrañado al señor Morris; este juraría haber
visto briznas de verdadero terror en sus ojos. Por una vez algo se escapaba al
control del muchacho, algo iba mal, algo daba miedo: casi como en la vida
adulta.
En un momento de duda,
Frederic soltó al chico, pero estaba demasiado enajenado como para dejarle
escapar. Como para distinguir el bien del mal.
Sacó su cuchillo del
pantalón y sostuvo al chico por los brazos, esta vez con más fuerza.
Los gritos de Colin se
fundieron con el viento que movía la hierba alta y amarilla, con las miradas
asustadas de los demás muchachos. Con la locura de aquel hombre.
Necesitaba su tiempo para
rehacer su vida y no importaba si la gente no comprendía lo que estaba a punto
de hacer.
Porque... ¿quién iba a
enterarse? ¿Quién vigila al que vigila?