jueves, 12 de julio de 2012

¿Quién vigila al que vigila?

El sol se filtraba entre la espesura amarilla del prado, dibujando sombras que parecían sostener el mundo entero. El atardecer estival encajaba a la perfección con una sonata de Beethoven: los niños jugaban, el tiempo parecía no pasar…
Frederic Morris clavaba su mirada cansada en aquellos niños, exhalando sus característicos suspiros desde la silla de caoba. La gran silla, siempre bajo aquel olmo, siempre dispuesta en la misma dirección.
Meses atrás el pueblo había consensuado establecer turnos de vigilancia en los prados donde los niños jugaban, para, palabras textuales: “evitar nuevos incidentes y desgracias.” Nadie se atrevió a mencionar lo ocurrido el pasado verano, ni aquel día, ni nunca más. El tema se había convertido en una espesa tela de araña, presente e invisible a la vez en las vidas de todos los habitantes.
Nadie vaciló al señalar al Señor Morris como primer vigilante, y él tampoco puso reparo alguno al aceptar el cargo. El buenazo de Frederic, la bondad personificada, el hombre con demasiado tiempo libre.  
Sonreía al pensar, socarrón, en aquella paradoja; él odiaba a los niños. 
Entonaba una canción tradicional con un hilo de voz casi imperceptible, mientras movía nervioso los pies. El resto de su cuerpo permanecía inmutable, congelado, mientras sus labios delataban que algo estaba surgiendo en sus entrañas.
Observaba la energía, casi tangible, de los muchachos. El calor y las horas pegados a su ropa, la ilusión de que nada importa, el verano en sus pupilas… Él había crecido, había tenido que crecer. Su vida se había deformado, arrastrada por las agujas de un reloj demasiado pesado, hasta convertirse en un horrible engendro. Quería detenerse, luchar contra esa esencia informe y perversa, pero el mundo siguió entrando por sus ojos, sus oídos, sus poros. Y nadie le había ayudado.
Era un víctima del tiempo, una de tantas…
Se levantó, por primera vez en demasiadas horas, de la silla de caoba. Notaba su cuerpo entumecido, sus extremidades demasiado pesadas. Le ardían los ojos.
Se acercó con paso lento a Colin. Aquel pequeñín siempre le había llamado la atención. Jamás se peleaba con nadie, solo corría, saltaba, como si de algún modo pudiera alcanzar algo así. Algo que solo él podía ver.
Agarró su camisa beige y le obligó a girarse. Colin miró extrañado al señor Morris; este juraría haber visto briznas de verdadero terror en sus ojos. Por una vez algo se escapaba al control del muchacho, algo iba mal, algo daba miedo: casi como en la vida adulta.
En un momento de duda, Frederic soltó al chico, pero estaba demasiado enajenado como para dejarle escapar. Como para distinguir el bien del mal.
Sacó su cuchillo del pantalón y sostuvo al chico por los brazos, esta vez con más fuerza.
Los gritos de Colin se fundieron con el viento que movía la hierba alta y amarilla, con las miradas asustadas de los demás muchachos. Con la locura de aquel hombre.
Necesitaba su tiempo para rehacer su vida y no importaba si la gente no comprendía lo que estaba a punto de hacer.
Porque... ¿quién iba a enterarse? ¿Quién vigila al que vigila?

1 comentario:

  1. si el vigilante vigila al vigilado, y siempre hay alguien que vigila supongo que el vigilante tambien es a su vez vigilado..
    saludos!

    ResponderEliminar